Dichosos aquellos a
quienes se les permite soñar en grande, aquellos que con un simple salto encima
de la cama pueden ver un mundo diferente, inigualable. A las dos de la mañana
la lámpara continúa encendida, y dentro de la habitación se sitúan tres niños felices.
Visten pijamas rotos, comprados en una tienda de segunda mano. Saltan, se ríen,
se divierten, como lo hacen los niños. No les preocupa que la cama esté a punto
de destrozarse, que las paredes oscuras comiencen a desquebrajarse, que las
frazadas que llevan sus camas no hayan podido ser cambiadas en años, ni que a
la mañana siguiente tengan que ser tratados como esclavos. Allá, bien abajo hay
un mundo diferente, inigualable. Hay una luna fresca y llena, estrellas que
iluminan como faroles en la avenida, hay un río humeante, y un montón de
bosques con árboles que han perdurado allí durante siglos. Y los niños ríen, ¿qué
más podrían pedir? Son las dos de la
mañana y mientras los demás duermen plácidamente en sus camas con sábanas de
seda, ellos sueñan. No importa que el padre que está en la habitación de al
lado se vaya a levantar con un cinturón en la mano. No importa que la madre
después del estruendo ni siquiera se levante para ver cómo están. No importa,
porque pueden quitarles la ropa, la cama, la lámpara. Pero nunca les podrán
quitar el derecho a soñar.
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